miércoles, 6 de octubre de 2010
Las razones de Tomás Eloy Martinez, por David Lara Ramos.
Cuando uno lee los textos de Tomás Eloy Martínez (Tucumán, Argentina, 1934) reconoce virtudes narrativas que construyen en la mente del lector un interrogante: ¿es un hecho real con ingredientes míticos que lleva a pensar en la ficción o, por el contrario, es un hecho ficticio con ingredientes reales que hace pensar en su innegable existencia?
Difícil hallar una respuesta rápida. La sola pregunta nos ha dejado extenuados.
Su novela Santa Evita (1995) es prueba de ello. Ahora El vuelo de la reina (2002), siete años después, agrega nuevos matices al interrogante.
Es, sin duda, la novela el espacio donde la razón de un escritor encuentra su gran prueba. Aunque no estamos de acuerdo con la teoría que la anuncia como la máxima demostración de talento (como para decírselo a Borges), involucrarse en ese género es un reto a la investigación, pero sobre todo a la imaginación.
Talento y conocimiento del lenguaje serán necesarios, pero elevadas dosis de voluntad darán forma a esa historia que existirá sólo en las palabras que la cuentan.
La novela, por su extensión, y en eso está de acuerdo el escritor guatemalteco Augusto Monterroso, puede constituirse en un irrespeto para el lector, al reproducir, en la seductora forma de libro, vaguedades personales con la pretensión de que otro ser humano ocupe horas (o días) en leer las tonterías que el “creador” propone.
En el día a día se construye la verdad de un texto, pero además de la verdad está la forma, la estructura o las piezas para construirla. ¿Cuál es entonces la realidad que inventa el autor con el cuerpo de Eva Duarte, en Santa Evita? ¿Son ciertas las pruebas que presenta o sólo las crea para construir su verdad? ¿Qué intenta con su trabajo literario o es más bien un obsesivo juego creativo?
En conferencia presentada en Washington en 19991, Eloy Martínez cuenta cómo las razones de su escritura pueden tener un sustento histórico, ahora arraigado. Incluso esa forma de literatura argentina, de la que él habla, ha hecho carrera y es hoy un verdadero género literario en nombres como Borges, Cortázar, Mujica Laínez o Adolfo Bioy Casares.
La charla se titula Mito, historia y ficción en América Latina. En su inicio, expresa cómo “las diferencias entre ficción e historia se han ido tornando cada vez más lábiles, menos claras”. No usa el término verdad, o hecho noticioso, dice sólo historia, para referirse a ese grupo de acontecimientos pasados que un cronista recoge con el propósito de crear una verdad. ¿Qué tipo de verdad? ¿Acaso la verdad del cronista? ¿Cómo asumirán esa verdad las generaciones futuras?
Sin discutir sobre la veracidad de esa historia, el mismo Eloy escribe: “En mis primeros libros de lectura, el pasado de la Argentina era como una galería de cuadros solemnes y grandiosos que no se podían mirar de cerca y sobre los que no estaba permitido hacer demasiadas preguntas. Tenía que conformarme con aprender lo que se decía de ellos, y punto. [...]
[...]“En ese recuento del pasado casi no había pasado; era como si la Argentina hubiera nacido de repente, un lluvioso día de mayo, en 1810, y lo de atrás no existiera”.2
Esa educación, sin duda, creó una mente ligada a los interrogantes y a la búsqueda de fuentes originales que permitieran armar una verdad. ¿Pero qué pudo haber sucedido cuando las pruebas documentales o testimoniales no se hallaban o simplemente no existían? Es preciso incluir en las posibles respuestas que la mente de ese escritor las pudo haber elaborado. Nos resistimos a decir que las ha falsificado, diremos que las ha convertido en vivos pasajes literarios.
Debemos recordar que la duda es principio fundamental de la actividad periodística, la cual fue ejercida por Martínez en sus comienzos. Toma los métodos de un inquieto reportero para hacer su trabajo como novelista.
Desde aquel Cabildo Abierto de mayo de 1810 en el virreinato de Buenos Aires, pasando por los crueles regímenes militares, hasta llegar a las corruptas democracias recientes, la historia del país ha sido brumosa, y siguen existiendo baches que imposibilitan unir una realidad con otra.
Eloy Martínez reconoce que la literatura argentina nació en ese difuso campo de la historia, y sobre la calidad de los documentos que la prueban él tiene dos inquietudes que podríamos trasladárselas a Santa Evita: “¿Con qué argumentos negar a la novela, que es una forma no encubierta de ficción, su derecho a proponer también una versión propia de la verdad histórica? ¿Cómo no pensar que, por el camino de la ficción, de la mentira que osa decir su nombre, la historia podría ser contada de un modo también verdadero o, al menos, tan verdadero como el de los documentos?”3.
La verdad histórica, el camino de la ficción, y la prueba documental, podrían ser los tres senderos para llegar a los espacios que Martínez dispone en sus textos. Con ese apoyo y yendo por las mismas rutas, reconocemos que en la actual novela argentina, Tomás Eloy Martínez es la figura que encaja en el espectro de un Borges novelista.
Los métodos de Martínez parten de la ficción que crea, basada en un personaje cuya única misión es zafarse de sus dudas. Así se hace investigador o periodista. Mientras que en Borges todo se sostiene sobre la erudita personalidad que manejaba.
Borges creaba una verdad que no se reflejaba en el espejo, pero sabíamos que estaba ahí. En un dato lejano, quizás incierto. Tenía una biblioteca con tomos que se daban por perdidos. Había un histórico y secreto manuscrito del siglo XII donde estaba la respuesta.
“La última gran invención de un género literario a que hayamos asistido es obra de un maestro de la escritura breve, Jorge Luis Borges, y fue la invención de sí mismo como narrador, el huevo de Colón que le permitió superar el bloqueo que le había impedido, hasta los cuarenta años aproximadamente, pasar de la prosa ensayística a la prosa narrativa. La idea de Borges consistió en fingir que el libro que quería escribir ya estaba escrito, escrito por otro, por un hipotético autor desconocido, un autor de otra lengua, de otra cultura, y en describir, resumir, comentar, ese libro hipotético” 4, escribe Italo Calvino.
Como pretensión final y para dar certeza a la figura del Borges novelista, en el alma de Tomás Eloy Martínez, el capítulo final de Santa Evita es prueba de la angustia del autor por desprenderse de una historia que quiere contar, pero aún no tiene todos los datos. “Para los historiadores y los biógrafos, las fuentes siempre son un dolor de cabeza. No se bastan a sí mismas. Si una fuente dudosa quiere tener derecho a la letra de molde, debe ser confirmada por otra y ésta a su vez por una tercera. La cadena es a menudo infinita, a menudo inútil, porque la suma de fuentes puede también ser un engaño”5.
De esa cadena queda la obra y la angustia del creador por conseguirla. En Santa Evita es el sufrimiento de un yo, de un buscador de datos, de Tomás constructor y creador de verdades: sabe con exactitud cuánto pesaba Evita el día en que Perón iba a posesionarse por segunda vez, y los rumores sobre su muerte crecían. Destaca el número exacto de casas regaladas por Evita en los primeros meses de 1951. Tiene testimonios de cómo Evita mejoró sus modales. Conoce con exactitud las palabras de Pío XII al recibir a la pareja argentina en el Vaticano y las torpes respuesta de Evita, sabe mucho más. Datos que se cruzan y arman la trama. El lector debe ser paciente, esperar hasta cuando el escritor logre conseguirlas y entregárselas en el momento justo.
En Santa Evita, Tomás Eloy Martínez tiene claro lo que se propone: “Todo relato es, por definición, infiel. La realidad, como ya dije, no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo”6.
Sabe cuáles son las posibilidades del lenguaje escrito: “Puede resucitar los sentimientos, el tiempo perdido, los azares que enlazan un hecho con otro, pero no puede resucitar la realidad. Yo no sabía aún —y aún faltaba mucho para que lo sintiera— que la realidad no resucita: nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas. No sabía que la sintaxis o los tonos de los personajes regresan con otro aire y que, al pasar por los tamices del lenguaje escrito, se vuelve otra cosa”7.
Funda una nueva teoría con respecto a las mentiras de sus personajes: “Mintieron porque habían dejado de discernir entre mentira y verdad, y porque ambos, actores consumados, empezaban a representarse a sí mismos en otros papeles. Mintieron porque habían decidido que la realidad sería desde entonces, lo que ellos quisieran. Actuaron como actúan los novelistas”8.
Sería impreciso afirmar que Tomás Eloy Martínez viene del periodismo y dudamos si sale de él para entrar en la literatura o viceversa. Sí diremos que es de los pocos que aún aseguran que ambas actividades son de la misma esencia: un oficio para contar historias.
En el prólogo su libro Lugar común la muerte, publicado en 1978, y que presenta textos desde cuando Eloy Martínez tenía 30 años, se observa cierta timidez al revelar sus razones creativas con respecto al periodismo que realiza: “Las circunstancias a las que aluden estos fragmentos son veraces; recurrí a fuentes dispares como el testimonio personal, las cartas, las estadísticas, los libros de memorias, las noticias de los periódicos y las investigaciones de los historiadores. Pero los sentimientos y atenciones que les concedí componen una realidad que no es la de los hechos sino que corresponde, más bien, a los diversos humores de la escritura. ¿Cómo afirmar sin escrúpulos de conciencia que esa otra realidad no los altera?” 9.
No habla de reportajes o crónicas, dice sólo fragmentos; no establece si en la mecánica de sus creaciones ficciona, soporta una verdad o inventa una propia; habla de humores de la escritura, y la pregunta final evidencia un rubor, que a esas alturas de su carrera, prefiere mejor sugerir.
Lugar común la muerte es un gran libro. Hibridez entre historia y ficción; entre periodismo y literatura. Fragmentos, para usar su término, que posteriormente califica como ejercicios.
En un nuevo prólogo para el mismo libro, en edición realizada en 1998, tres años después de Santa Evita, sus opiniones son más claras o más desvergonzadas: “Aunque todos ellos fueron publicados por diarios y revistas de Buenos Aires y de Caracas, no todos obedecen las leyes de verosimilitud propias del periodismo: el cónsul Ramos Sucre libra una batalla cuerpo a cuerpo con el intruso que ha invadido su intimidad y que asume la forma del insomnio; el poeta Saint-John Perse desaparece delante de mis ojos en el crepúsculo del mar; el novelista Guillermo Meneses habla conmigo en una casa que, al día siguiente, es otra. Esos desvíos de la realidad fueron para mí naturales cuando los viví; también los fueron —creo— para los lectores, que nunca manifestaron extrañeza. Avanzar más allá de las convenciones de la verosimilitud me permitió advertir que, al otro lado de la frontera, había un lenguaje de imaginación que era igualmente verdadero. Hace tres décadas, cuando aparecieron los primeros textos de este libro, esos juegos con la ficción eran inusuales. Ahora son otro lugar común”10.
Es claro su orgullo por lo que ahora hace. Mira la ficción como el elemento vital de todo relato, pero no es la ficción llevada a niveles que se involucran en lejanas galaxias o conviven con seres de otros mundos, es una ficción terrenal, cercana, probable, imaginable, cierta.
La verdad de Santa Evita, es la verdad del autor. Aún muchos creen que es una novela histórica escrita con todo el rigor académico. Donde además de renovar sucesos veraces, revela secretos escondidos por años. ¿Cómo dudar si nos muestra las pruebas? Una carta que llega cuando menos lo espera, la gente sabe que él investiga. En esa carta hay datos que jamás alcanzaría a imaginar. Descifra las iniciales de un encubierto nombre, gracias a un juego de conjeturas que maneja. Escribe el guión para una película y nos hace directores de ella. Cita un reconocido falso documento, allí la mamá de Evita acepta que el cadáver sea trasladado a un lugar donde se garantice su seguridad eterna. No ha visto las copias del cuerpo, pero dice poder imaginarlas, explica cómo en un museo de New York descubre figuras humanas hechas con resinas de poliéster y fibra de vidrio. Se entrevista con personajes que citan pruebas confidenciales. Las historia sigue y la búsqueda de la verdad es el motor de la lectura. En eso sufrimos con el autor y vivimos su angustia.
Ya en la novela, si antes había una duda, ahora hay una certeza. Un aporte que hace a la historia de su país para que tenga sentido como unidad. Ése es el máximo logro de Tomás Eloy Martínez.
En El vuelo de la reina, novela ganadora del premio Alfaguara 2002, Tomás Eloy invierte su técnica. Parte de la ficción y mezcla sobre ella un buen grupo de sucesos reales.
La forma, esa precisa manera de contar la vida del director de un periódico de Buenos Aires (Camargo) que se obsesiona por una muy joven periodistas que llega a hacer las prácticas al diario (Reina Remis), es la verdadera fuerza que mantiene este nuevo relato.
La obsesión por esa joven, lleva a Camargo a agotar cualquier posibilidad por conquistarla. Lo logra, pero ella como una abeja, vuela en busca de miel joven, la que encuentra en la zona de despeje de un país llamado Colombia.
Tomás Eloy Martínez, a través de ese director déspota, conocedor del oficio, muestra lo que quiere llevar cada día en su periódico, mientras Reina reconoce sus enseñanzas: “Yo no soy la realidad, pero tampoco habrá ninguna realidad hasta que no la escriba. ¿No es eso lo que quiere el doctor Camargo?”11, se dice Reina al comenzar a escribir un artículo asignado.
El autor ha pasado gran parte de su vida en las redacciones de periódicos de América Latina. Conoce los problemas del periodismo actual, enseña las virtudes de hacerlo con honestidad, incorruptible, documentado, sin amañadas fuentes oficiales, pero sobre todo un periodismo bien escrito. Es hacerlo a la manera de Camargo, un ser lector que ama la literatura y que arrastra las erres como los nacidos en Tucumán.
El ejercicio de ese periodismo que inicia Reina, quien es asignada a seguirle los pasos al presidente del país, origina un gran interrogante que resuena en nuestros oídos. Esa duda, reconocemos, hace parte de la propuesta narrativa del autor: “Yo tampoco entiendo lo que pasa, se dijo Reina, dejando el radio sobre la mesa. O la realidad es sólo una ilusión de los sentidos o el periodismo crea la realidad”12.
En esta novela se sienten más los pensamientos y visiones del autor a través de los personajes: le atrae la vida de Jesús y la teología, lectura que a Martínez le obsesiona. Leemos los borradores que él escribe a través de Reina.
En esa forma que compone su novela alcanzamos a leer reportes escritos por él mismo, como si existiera otro. Casos del capítulo tres, crónica titulada Una pasión brasileña, y, Un testigo ocular relata la tragedia de Viña del Mar, en el capítulo octavo.
Días después del premio, Martínez comentó que la crónica del capítulo tres, es la misma, con algunos cambios, que publicó en La Nación, después de que el director del periódico O Estado de Sao Paulo, Antonio Pimenta Neves, de 63 años, diera muerte a su amante de 32, Sandra Gomide, con quien compartía labores. Esta historia es, con inteligentes variantes literarias, la punta del iceberg que muestra Martínez en El vuelo de la reina.
Además de la narración de los sucesos que teje y desteje para guiarnos en la lectura, Martínez entrega sus pensamientos, sus ideas sobre el amor, la literatura y el periodismo: “Las pasiones son siempre insensatas y se apoderan de los seres humanos del mismo modo fatal e inevitable que las enfermedades”13.
Aunque en estas dos novelas existen similitudes y puntos de encuentro hay una gran diferencia. En Santa Evita, Martínez va en busca de situaciones que desconoce, y, usa el periodismo para conseguirlas. Parte de las dudas, para llegar a su verdad. En el Vuelo de Reina, usa su experiencia, sus conocimientos, los sufrimientos vividos, sus penalidades, obsesiones, soledades y lecturas.
La novela registra el Concorde que cae sobre un barrio de París, la búsqueda de los restos del Che Guevara, Mónica Lewinsky, Bill Clinton, Tirofijo, el Mono Jojoy y los recientes escándalos políticos en la Argentina, donde se sugiere la presencia de Carlos Menem y su familia. Esas noticias están allí porque acompañaron la escritura de esta novela, la cual se inició a comienzos de 1997.
Con Santa Evita y ahora con El vuelo de la reina, Tomás Eloy Martínez confirma su honestidad como escritor. Publica sólo cuando escucha que la voz del relato fluye sin encontrar obstáculos; cuando es imposible demostrar que no miente; cuando confirma que la forma acogida hacen fluir el hecho narrado con novedad, pero sobre todo con un lenguaje que interesa al lector.
Su propuesta se basa en la libertad, cualquier atadura, por mínima que sea, variará las intenciones creativas.
En el capítulo 15 de Santa Evita, el personaje del Coronel lleva en una ambulancia el cuerpo embalsamado de Eva. Es detenido por la policía, pero antes de que requisen la ambulancia, dice que es el cuerpo de una compatriota muerta que debe entregar en Nürenberg. Los agentes le advierten que no puede andar por las calles con un cadáver y le piden que abra las puertas traseras de la ambulancia.
En ese espacio de suspenso, el autor explica: “... la única mentira de su historia era la ciudad de Nürenberg, pero si los policías lo obligaban podía desviarse de su destino. —Después de ese punto seguido, aclara— La ventaja de la libertad era que podía convertir las mentiras en verdades y contar verdades en las que todo parecía mentira”14.
Uno de los agentes baja de la ambulancia, después de haber visto el cuerpo y, con cierta burla, le preguntan al Coronel dónde ha conseguido semejante muñeca de cera. ¿Cuál es entonces la verdad? Algo similar sucede cuando Tomás Eloy Martínez muestra sus textos y sus razones.
Notas
1. Tomás Eloy Martínez, Mito, historia y ficción en América Latina, serie Encuentros N° 32, Centro Cultural Banco Interamericano de Desarrollo, Washington, D.C., mayo 27 de 1999.
2. Ibid, p. 3.
3. Ibid, p. 6.
4. Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, editorial Ciruela, Barcelona, 1994.
5. Tomás Eloy Martínez, Santa Evita, Biblioteca del Sur – Planeta, Buenos Aires, 1995. p. 143.
6. Ibid, p. 97.
7. Ibid, pp. 85-86.
8. Ibid, p. 144.
9. Tomás Eloy Martínez, Lugar común la muerte, Editorial Planeta 1988, prólogo de la edición de 1978.
10. Ibid, prólogo de la edición de 1988.
11. Tomás Eloy Martínez, El vuelo de la reina, Editorial Alfaguara, 2002, p. 116.
12. Ibid. pp. 128-129.
13. Ibid, p. 13.
14. Santa Evita, Op. cit, p. 360.
FUENTE: agencia de noticias literarias.
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